

De Manuel Cabré se ha escrito extensamente, sus obras figuran en los museos y colecciones más importantes del país. Su vocación artística fue servida siempre por su férrea voluntad, rasgo que le permitiría vencer los embates de la vida. Supo sobreponer su convicción estética a cualquier fácil halago y con admirable tesón mantuvo inflexible su libertad creadora.
Su trabajo es un buen documento para conocer la cronología, evolución y el carácter de la pitura venezolana durante las dos primeras décadas del siglo XX, cuyo estudio ha sido bastante limitado.
Aparte de su valor intrínseco, es de interés especial el estudio de la obra de Cabré ya que da luz sobre importantes aspectos de los diferentes movimientos plásticos iniciados en 1913, cuando el artista tenía 23 años cuando aún no llegaban al país ni Mützner ni Boggio. Por otra parte la producción de Cabré de 1915 a 1919, antes de efectuar su primer viaje a París, testimonia muy bien el tipo y calidad de pintura que se realizaba en Caracas.

Por intermedio de publicaciones españolas y francesas que recibía su padre que Cabré pudo mantenerse más o menos informado respecto de las destacadas corrientes artísticas de la época. Fue de ese modo que comenzó a familiarizarse con las obras de algunos pintores españoles , y europeos en general.
Recibió los fundamentos básicos de Herrera Toro, además de su propio padre previamente. Desde muy joven demostró un especial interés en el paisaje avileño. Leoncio Martínez habrá de decirlo ya en 1915, con motivo del tercer Salón del Círculo de Bellas Artes: “Desde hace unos dos o tres años, el Ávila es para Cabré sus amores, y ha llegado a poseerlo”

Y es que precisamente su dedicación al paisaje de la montaña caraqueña el signo distintivo de su trabajo: Hacia 1918-1019 el Ávila era para Cabré de tintes plateados y de muy finos grises, con algunas transparencias rosadas que parecen emerger como rasgos de patas de aves, en la pincelada ágil, certera, un tanto puntillista influencia de Boggio y Mütnzer. El Pintor, mediante la rápidez del “toque”, se empeñaba en conservar el frescor de la “impresión” del “abocetado”, aunque, en verdad, su obra representase un estado muy acabado. Algunos de sus paisajes de esos años reflejan precisamente el propósito de lograr la idea de “espontaneidad” del motivo, a base de toques pequeños, nerviosos, muy hábilmente concebidos, que dan al lienzo una gran sensación de levedad, que compensan ciertas pesadas formas de estructura del tema.

De sus viajes a Francia Cabré encontró un poco de la fuerte intensidad de la luz tropical, interesa ver como los colores de su paleta evolucionan ante el recuerdo del ambiente venezolano. Algunos de aquellos lienzos tienen tonalidades de de muy fino gris-verdoso que recuerdan ciertas telas de Renoir hechas a contraluz; el propio Cabré utilizó con frecuencia en sus paisajes incluso antes de su estadía francesa. El pintor regresa a Caracas en 1930 vino con un lote de cuadros que complementó con otros hechos en Venezuela. Las obras de décadas más recientes presentan su deseo de mantener una frase estilística de un mismo contenido, de un mismo sentido. Cabré continuó expresándose en el lenguaje plástico que más le agradó, el realismo pictórico que a a veces llega a tocar notas de un gran lirismo cromático, siempre dentro de su preocupación detallista de la imagen.
Fuente: HISTORIA DE LA PINTURA EN VENEZUELA. TOMO II EPOCA NACIONAL. Boulton Alfredo.
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