"La perfección no es cosa pequeña, pero está hecha de pequeñas cosas." Miguel Ángel
domingo, 9 de mayo de 2010
Isabel I de Inglaterra, Siempre igual su divisa
ISABEL I, LA REINA VIRGEN: A los tres años de edad la pequeña Isabel, hija de Enrique VIII y Ana Bolena , su segunda esposa, perdió al mismo tiempo a su madre y su rango. Ambos sucesos fueron obrados por su padre que hizo decapitar a su esposa acusada de adultera y declaro bastarda a su propia hija. Pero aunque alejada de la corte , la niña tuvo buenos maestros con los que, gracias a su inteligencia natural, pudo adquirir una cultura bastante amplia y una sólida formación clásica.
Una niña aferrada a la realidad: Cuando contaba con unos diez años de edad, por obra de la bondadosa Catalina Parr, sexta esposa de su padre, retornó Isabel a la corte, protegida por esta reina que, poco después, logró que el rey Enrique hiciera reconocer ante el Parlamento la legitimidad de Isabel y la de su hermanastra mayor, María.
Durante esos últimos años del reinado de su padre, Isabel mantuvo una fuerte unión con el heredero de ¡a corona, el niño Eduardo, quien, como ella, era luterano, mientras que María era católica. Y entonces, la religión contaba mucho.
Tras la muerte de Enrique VIII asumió el trono el principito Eduardo VI, de tan sólo diez años, por lo que fue dominado por su tutor y sus favoritos, que gobernaron por él. Y su débil constitución lo llevó a morir tempranamente, cuando sólo contaba con dieciséis años.
Isabel se sintió otra vez aislada, sobre todo por las diferencias religiosas con la nueva reina, su hermanastra María.
Se dice que, no obstante, se negó a tomar parte en la conspiración católica encabezada por Tomás Wyatt; pero, sin embargo, resultó sospechosa de connivencia con los conspiradores y, tras la desarticulación de ¡a conjura, la soberana la hizo encerrar en la Torre de Londres.
Siempre aferrada a la realidad y oportunista, Isabel aparentó profesar nuevamente el catolicismo, y fue liberada y recibida en la corte.
Entre conspiraciones, Isabel es coronada: María, la soberana hija de Catalina de Aragón, se había casado ya, casi cuarentona, con su tío Felipe II, por el que experimentaba un gran amor no correspondido; pero en vano había intentado tener hijos, pese a atribuirse varios embarazos que no fueron sino producto de la histeria y la hidropesía. Muy resentida su salud, murió entonces María sin dejar herederos y subió al trono Isabel.
A los veinticinco años comenzó Isabel ¡ un reinado que se prolongó durante más de cuatro décadas y durante el cual se sentaron las bases del imperio británico.
La corona le fue ceñida en un período pleno de circunstancias adversas para su reino: otros pretendientes al trono conspiraban contra ella; a los grandes enfrentamientos religiosos se sumaba la debilidad económica del Estado; y para colmo, Inglaterra se hallaba envuelta en una sangrienta guerra con Francia. Por eso, en un primer momento, se evaluó la conveniencia de un enlace matrimonial con el viudo Felipe II, de quien se dice que estaba enamorada, enlace que fortalecería el papel de ambos países en el ámbito europeo. Pero la casi pactada unión se frustró porque, según los informes presentados al rey católico, Isabel tenía algo que la incapacitaba para el matrimonio, posiblemente una malformación genital, lo que motivó el rechazo español a la proposición inglesa.
Si ese casamiento se hubiera efectuado, quizá Isabel no se habría inclinado tanto al anglicanismo, al que declaró religión oficial, comenzado casi de inmediato la persecución de los católicos y los calvinistas, lo que provoco su excomunión por obra del Papa Pío V.
Su firme propósito, permanecer soltera: Quizá también de resultas de la comprobación de su estado físico, fue que Isabel declaró ante el Parlamento, que deseaba verla casada y con descendencia, que era su firme propósito el de permanecer soltera. Y el logro de tal decisión fue lo que condujo a que esta reina fuera llamada la Reina Virgen, lo que en realidad no parece haber sido cierto a pie juntillas, ya que se comentaba que otorgó su “íntimo afecto” a buen número de favoritos (entre los que se destacan Robert Dudley, primer conde de Leicester, sir Walter Raleigh y Robert Devereux, segundo conde de Essex).
Los primeros devaneos de Isabel, siendo aún una adolescente, fueron con Tomás Seymour, joven hermoso, apuesto, tan hábil con la palabra como con las armas, pero ambicioso y carente de escrúpulos. Este acarició la esperanza de casarse con Isabel. pero debido a la oposición que halló en su hermano mayor, regente del reino, desvió sus atenciones hacía la viuda Catalina Parr, con la que al fin se casó. Al quedar prontamente viudo, volvió otra vez su atención a la quinceañera Isabel y se dice que, aprovechando la promiscuidad que entonces imperaba en todas las grandes casas “solía ingresar al amanecer en el dormitorio de ésta, y luego de apartar las cortinillas del lecho, la despertaba besándola, la acariciaba, le hacía cosquillas, fingía querer entrar en su lecho, la hacía levantarse medio desnuda, la perseguía a través de la alcoba, le daba grandes palmadas en el trasero y todo concluía entre risotadas”.
Si tras estos preliminares la niña conservó su virginidad, es un misterio de la historia. Lo cierto es que esta buena acogida lo decidió a encabezar un complot para casarse con Isabel y acceder al trono inglés, pero fue descubierto y decapitado junto con sus principales cómplices. E Isabel no vaciló en escribir al regente desmintiendo enérgicamente “los rumores que circulan, altamente perjudiciales para mi honor . Y el epitafio que pronunció con respecto a su pretendiente ejecutado fue: “Hoy ha muerto un hombre de mucho ánimo y muy poco juicio”.
Pero este episodio la sosegó y así no se oyeron mentar públicamente otros amoríos hasta que, ya coronada reina, y después de declarar ante el Parlamento que estaba casada con su reino y que no le faltaban hijos, ya que consideraba a todos sus súbditos como tales, se entregó a un marcado coqueteo con lord Robert Dudley, joven con el que había ya simpatizado cuando ambos coincidieron como prisioneros en la Torre de Londres.
“No me caso tampoco": Era el tal Robert un mozo apuesto, siempre vestido con lujo a la última moda, bravo duelista, hábil jugador de pelota, amante del arte y buen tañedor de laúd, es decir, un perfecto cortesano. Aunque Isabel negó toda relación íntima por él, lo cierto es que lo había hecho su caballerizo mayor, cargo que le permitía gran familiaridad con ella; le había asignado habitaciones muy cercanas a las suyas, y a las que acudía a cuidarlo si enfermaba; lo colmaba de gracias y de regalos; se entristecía claramente cuando él se alejaba, y le hacía tremendas escenas de celos. Por tanto, no era extraño que se lo considerara su amante.
Pero si Dudley pretendía llegar al casamiento con la reina debía desembarazarse de un serio obstáculo: su esposa. Y paradójicamente, ésta murió al caer por una escalera. Isabel se negó a creer en un crimen de su favorito pero, toda intención de boda, si la hubo, quedó trunca. Ella manifestó: “Se ha dicho que sólo amaba a Sir Robert Dudley porque estaba casado, pero ahora no lo está y yo no me caso tampoco . Y hasta pretendió, tiempo después, hacerlo casar con su prima María Estuardo, entonces reina de Escocia. Y quizá para consolarlo por el rechazo de aquélla, lo hizo conde de Leícester. Le guardó siempre un rinconcito en su corazón, ya que tras la muerte del favorito, guardó, entre lágrimas, un papel doblado en un precioso cofrecito, encabezándolo: “Su última carta”.
Los favoritos de la Reina: Walter Raleigh, sanguinario pirata a quien la soberana ennoblecíó otorgándole el dictado de Sir, colmó de elogios a la que decía amar en poesías amorosas que le dedicaba bajo el apodo de Cintia. Por algunos años fue su favorito hasta que, ya próximo a la cuarentena, fue desplazado por el veinteañero conde de Essex. Sintiéndose quizá ya ajeno al ámbito real, Sir Walter se casó con una amiga de la reina, llamada también Isabel; pero la orgullosa soberana, que no admitía el menor acto independiente de su voluntad, hizo que el “rebelde” pasara la noche de bodas encerrado en la Torre de Londres. Luego fue desterrado definitivamente de la corte, pero siguió demostrando su adhesión a la reina fundando en tierras americanas la colonia a la que, en su honor, llamó Virginia.
Su otro gran favorito fue Robert Devereux, conde de Essex, del que se apasionó. Robert contaba con veinte años, y era un jovenzuelo apuesto, de hermoso semblante, bailarín elegante, apasionado cazador e hijastro del desaparecido Dudley. Decían las malas lenguas: “Milord de Essex no se marcha de casa de la reina antes de que los pájaros de la mañana hayan comenzado a cantar”. Pronto sería caballerizo mayor y caballero de la Jarretera; pero no consiguió la reina domesticarlo a su gusto pues el joven trataba de probarse en empresas heroicas y además era arrogante y orgulloso. Y la violencia de su carácter le hizo declarar en público, cuando ya había perdido el favor de la soberana:
“Su Majestad es ahora una vieja tan cochambrosa y retorcida de espíritu como de cuerpo’. Esta fue una puñalada que Isabel no pudo soportar y, en consecuencia, obró la ruina del que fuera su último amor.
Pero como Essex fuera sumamente popular, Isabel tuvo que demorar su venganza. El conde encabezó un golpe de Estado para ponerse a la cabeza del Consejo Real, pero sólo halló su ruina. Denunciado el complot, Essex fue declarado traidor y el tribunal que lo juzgaba lo condenó a la pena establecida para tal caso: horca seguida de castración, destripamiento y descuartizamiento.
Pero Isabel moderó la pena, contentándose con que lo decapitaran. Con esto comenzó la verdadera vejez de la reina.
Piratas, decapitaciones y vanidad: Isabel era una verdadera autócrata pero tuvo la inteligencia de saber rodearse de un excelente equipo de consejeros y colaboradores. Aunque todo lo decidiría por sí misma durante su reinado, supo apoyarse en sus ministros pero, siempre absolutista y vanidosa, atribuyó sus éxitos a sí misma y sus errores a esos ministros.
Durante su reinado se pactó la paz con Francia; se inició el desarrollo industrial y económico inglés; prosperó el comercio nacional; se restableció la confianza en la moneda del país; se inauguró la Bolsa Real de Londres y la Cámara de Comercio. Todo ello otorgó prosperidad sobre todo a la nobleza y a la alta burguesía.
Pero lo que resultó novelesco fue el apoyo que la reina prestó a los piratas, algunos convertidos en corsarios y, los más exitosos, ennoblecidos, cuyos saqueos a los galeones españoles o cuyo tráfico negrero, apuntalaban las finanzas reales.
Pero el gran problema de Isabel fue su prima católica, María Estuardo, la destronada reina de Escocia que se refugiara en Inglaterra y a la que ella hiciera encarcelar en la Torre de Londres, debido a que los católicos la consideraban la verdadera reina de Inglaterra cuyo trono habría usurpado la entonces soberana. Tras dieciocho años de reclusión en diversos castillos y prisiones, se descubrió un complot para asesinar a Isabel y suplantarla por la prisionera a raíz de lo cual la reina, que no vacilaba en seguir el método de su padre, hizo decapitar en la torre londinense a la infortunada María.
Este hecho dio pie al católico Felipe II, afectado durante años por los ataques de los piratas de Isabel, para declarar la guerra a Inglaterra y hacer preparar una gran escuadra, a la cual se titulará la Armada Invencible, para invadir las islas británicas.
“La invencible” fue vencida por tres factores: la inutilidad del rey para dirigirla, los contratiempos climáticos y la acción de los marinos ingleses, a muchos de los cuales la piratería había convertido en excelentes marinos y luchadores plenos de artimañas.
Tras la derrota de esta armada, Inglaterra se impuso como potencia marítima. Y no debió poco de esa supremacía al pirata ennoblecido, Sir Francis Drake, al que los españoles llamaban “el Dragón”, y quien fue el primer inglés en dar la vuelta al mundo, cuya primacía correspondía al español Sebastián Elcano.
La vida en la corte de Isabel: Veamos ahora cómo era la vida de la corte inglesa bajo el reinado de Isabel I la reina se había erguido como dueña absoluta del poder, convirtiéndose casi en un ídolo, Todo se centraba en ella, que no gustaba oír mencionar a sus padres ni hablar de sucesores. Para ella sólo existía su presente, que estaba constituido por su poder, su gobierno y su nación.
Orgullosa y muy vanidosa, siempre se presentaba con ropas fastuosas y sumamente alhajada, y los cortesanos le debían rendir la mayor pleitesía, saludándola genuflexos (es decir, inclinados reverentemente y con la rodilla en tierra). Los servidores le presentaban las viandas de rodillas o las colocaban en esa posición en la mesa aun cuando ella no estuviera presente.
Cuando en las grandes solemnidades se mostraba en público, lo hacía precedida por un gran séquito de magnates y caballeros que lucían todo el esplendor de sus insignias, órdenes nobiliarias y condecoraciones sobre sus ricos vestuarios y desfilaban con la cabeza descubierta en señal de reverencia a su majestad. Tras ellos iban los portadores de las insignias de su poder: el cetro, la espada desenvainada y el gran sello real. Y ella cerraba el cortejo luciendo un riquísimo atuendo sobre el que portaba una magnífica capa, recamada con perlas y piedras preciosas, mostrando la imagen de un verdadero ídolo. La muchedumbre congregada a su paso o en la capilla a la que se dirigía profería al unísono, la exclamación: iDios salve a la reina!
Pero quizá el mayor galardón de su reinado haya sido la pléyade de grandes pensadores, poetas y dramaturgos que produjeron, en su época, el florecimiento de ¡a literatura inglesa y entre los que se destacan personalidades tan ilustres como Edmund Spenser, Christopher Marlowe, Ben Johnson y William Shakespeare.
Ya al final de su reinado, la popularidad de Isabel disminuyó a causa de sus grandes gastos y su abuso del poder real. Además, su último favorito, Robert Devereux, dirigió una conspiración contra ella, por la cual la reina ordenó decapitarlo. Desconsolada por esa pérdida pasó sus últimos años tristemente sola y enmascarándose casi para ocultar una vejez que detestaba. Murió, negándose a hacerlo, en un lecho, sobre cojines y almohadones, rodeada por sus cortesanos más fieles, a los setenta años de edad, y tras cuarenta y cinco años de reinado.
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Felicidades Antonio, los temas históricos siempre son atractivos y la información que aquí ofreces es detallada, clara y sumamente interesantes.
ResponderEliminarEstaré al pendiente de cada tema que nos compartas en este especio cultural por excelencia.
Un fuerte abrazo!!!
Gracias Ana, es un gusto para mi compartir información sobre estos temas que me apasionan. Un abrazo
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